Por esta época navideña, vienen a mí recuerdos de mi niñez en un San Salvador por cuyas calles iban lentos tranvías tirados por mulas, y el alumbrado público de algunas esquinas era con lámparas eléctricas de arco de carbón de destellante blanca luz. Frente a mi casa, todos los años escenificaban la pasión, comenzando por el Edén hasta la visita de los reyes magos. Me intrigaban las posadas. Temprano de la noche, un grupo de adultos acompañados de una multitud de cipotes menores sonando pitos de agua y cantando alabados al son violines, guitarras y matracas, llevando las imágenes de San José y María, iban de casa en casa pidiendo posada para aquella pareja digna de misericordia. No puedo olvidar las ocasiones en que mi madre le cerró la puerta a aquella pareja divina, hasta que cierta noche, la abrió de par en par para darles posada y que pasaran la noche en casa. También era de rigor agasajar a los pequeños acompañantes con refrescos y dulces, para luego despedirlos. Por aquellos dorados tiempos era una tradición escribirle una carta al niño Dios. Yo ya estaba en Kinder del Colegio Bautista donde la directora norteamericana de apellido Mckachecum me enseñó a escribir las primeras letras del alfabeto, que me sirvieron para escribirle al niño Dios mi primera carta. Como es natural no tenía noción de lo que es una carta y en realidad era una nota sin dirección ni remitente. Como de esa primera carta nunca obtuve respuesta, dejé de escribirle al Niño Dios y me volví casi un ateo. Pasó el tiempo y fue necesario que transcurrieran unos cincuenta años para que mis deseos de niño inocente entonces, y convertido en adulto pecador, llegasen a concretarse, al conocer en persona a quien ya no era el niño de Belén, sino todo un hombre pleno de amor, divinidad, santidad y bondad; regio hombre de palabra, ejemplo digno de imitar y deseoso de prodigar perdón y salvación a quien de corazón le busque.
Durante ese lapso de medio siglo, a ese niño Dios de mi niñez, yo le había llegado a considerar a la par de Aristóteles, Pitágoras, Sófocles, Buda y otros, como uno de los Grandes Iluminados. Para colmo había mal interpretado su decir, que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al reino de los cielos. Sobre esa misma base, desde niño fui enseñado que él deseaba que sus seguidores vivieran en austeridad, rayando en pobreza, y para colmo, nos invitaba a llevar su cruz. En el fondo lo que yo había captado, no eran buenas nuevas, por tanto no me había interesado en conocerle, y eso me hizo desviar mi atención en temas esotéricos y con fenomenología sobrenatural, tratando en vano de llenar un vacío que había en mi corazón.
Ignoraba que aquel niño Dios de mi niñez, es un hábil pescador de seres humanos. En mi caso él usó como carnada un ejemplar de la revista “La Voz” de la Fraternidad Internacional de Hombres de Negocio del Evangelio Completo, cuyo contenido despertó en mí el interés en recibir las respuestas, como las que los protagonistas de aquella revista habían tenido a sus peticiones. No fue necesario escribirle una carta, ni tuve necesidad de hacer promesa, penitencia ni sacrificio, para aquel encuentro con él, que produjo en mí un despertar espiritual o nacer de nuevo, para convertirme en un legítimo hijo de Dios. A raíz de ese Nuevo Nacimiento por el que fui literalmente resucitado de los muertos (por el pecado) experimenté una nueva forma de vida con propósito y digna de vivirse. Y gracias a que Jesús, tuvo a bien venir al pesebre de mi corazón, soy una nueva criatura, que le invita a que usted abra la puerta del pesebre de su corazón para que en esta Navidad Jesús nazca en el.